SIGNOS DE INTERROGACIÓN
Si tuviera que definir con palabras qué es un ser humano, acabaría arañándome la piel en busca de algún término no inventado que me ayudara en mi tarea. Como casi todo el mundo, no tengo ni idea de quién soy, ni de adónde voy, ni de dónde vengo. Pero tengo claro que son preguntas que me hago como mecanismo de supervivencia. Sé que son cuestiones para las que nunca hallaré una respuesta certera, pero no hacérmelas sería un delito contra mí misma.
Por eso nuestra vida está llena de signos de interrogación. Como cuando buscamos una aguja en un pajar o cuando tratamos de meter el mar en un agujero.
Y por eso cuento esta historia. Por fidelidad a la verdad, no puedo ponerles nombres a sus protagonistas, ya que en aquel momento no lo tenían. Hablo de dos mellizos que estaban en el vientre de su madre, sin la más remota idea de lo que había afuera. Y, sin embargo, humanos hasta la médula. Lo sé porque un día, después de ocho meses de divertida y apretada convivencia, uno de ellos le preguntó al otro:
– Oye, ¿tú crees que habrá vida después del parto?
– No sé… No creo.
– Pero, ¿cómo va a acabarse todo aquí?
– ¿Y cómo va a haber algo que no sea esto?
– No me cabe en la cabeza que el mundo sea así de pequeño- dijo el primero.
– A mí no me cabe en la cabeza que haya un mundo más allá de éste – dijo el otro.
– Mamá no nos haría eso. Tenernos aquí durante tanto tiempo y luego…¿ hacernos desaparecer?
– Mamá nos da de comer, nos mantiene calentitos, nos protege y nos une – dijo el otro señalando el cordón umbilical – ¿qué más quieres?
Y ya no hablaron más sobre el tema. Pasaron los días y juntos se divertían con sus juegos, hablaban de lo a gusto que estaban allí e imaginaban cómo de grande debía ser el amor que su madre sentía por ellos. A menudo se chinchaban preguntándose a cuál querría más de los dos.
Hasta que llegó el parto. Estaban jugando a chocar los pies, intentando no dar patadas en las paredes para no molestar a su madre, cuando de repente el primer mellizo, aquel que se preguntaba por otra posible vida, sintió que algo tiraba de él. Sin poder hacer nada para evitarlo, se fue alejando poco a poco de su hermano, que lo miraba asustado y trataba de agarrarlo para que no se lo llevaran. Pero era inútil. Se le escurría de entre los dedos y ya ni siquiera era capaz de mirarlo a los ojos. Lo había perdido. Sabía que aquello ocurriría en algún momento, pero no imaginaba que fueran a separarse tan pronto. En momentos como estos, me pregunto quién lo tiene más difícil: el que se va o el que se queda. Supongo que son miedos diferentes. Al niño que se quedó en el vientre de su madre le parecieron eternos los diez minutos que estuvo solo, oscuro y con una sensación rara en el cuerpo. Hasta que, irremediablemente, llegó su momento. Lo estaba deseando, tenía que admitirlo. Cerró los ojos con ganas, apretó los puños y se dejó llevar por aquella fuerza que tiraba de él hacia afuera. Hacia la incertidumbre. Y, sorprendentemente, hacia una luz.
Fue un destello cegador, tanto que se llevó días sin poder abrir los ojos. Días desorientado y creyendo que estaba viviendo el final de todo. Pero cuando pudo abrirlos, pensando que iba a encontrarse con la nada más absoluta, fue vislumbrando poco a poco la silueta de alguien muy parecido a él, pero muchísimo más grande. Cuando su mirada al fin logró borrar la niebla del principio, distinguió un rostro muy tierno, que le recordaba al de su hermano. Unos ojos oscuros y de mirada limpia, unos labios carnosos y de sonrisa fácil, una nariz redonda, y arriba, en la cabeza, unos filamentos de color negro que le caían sobre los hombros. Más tarde descubrió que se trataba del pelo. Y entre aquellos rasgos que le resultaban tan familiares, pudo ver con claridad un torbellino de sentimientos que se mezclaban entre ellos. Jugaba el amor con la alegría y la esperanza con la paz. Bailaba el alivio con las ganas. Y, entre todo aquel lío, encontró un destello de miedo. De un miedo protector y valiente, capaz de soportarlo todo. «Mamá», quiso decir. Pero aún faltaban meses para que su cuerpo pudiera aprender a expresar lo que sentía.
Buscó a su hermano, desesperado, y lo encontró justo a su lado. En los brazos de un hombre que le recordaba a él mismo. Con unos ojos llorosos que parecían haber abierto la caja de pandora. «Tú debes de ser mi padre», pensó el chico. Y se dio cuenta de que desde aquel momento, había empezado a quererlo con todo lo que le permitía su pequeño corazón.
Los ojos de los chicos se encontraron y, cuando lo hicieron, al fin se sintieron en casa. Aquel que había nacido primero le lanzó un guiño al segundo. «Te lo dije», decía su mirada.
Tenían muchas cosas que descubrir de aquel mundo nuevo. Les esperaban millones de aventuras, de paisajes bonitos, de emociones fuertes, de lágrimas falsas, de caídas tontas y de abrazos cariñosos. Les quedaba toda una vida por delante, con todo lo que eso conlleva. Pero, desgraciadamente, la bonita experiencia de haber pasado nueve meses juntos antes de llegar aquí, las mariposas en el estómago al ver por primera vez a quienes les regalaron la vida y todas las sorpresas que se llevaron al admirar cosas nuevas, se borraron con el tiempo. Todo había quedado reposando en el más simple de los olvidos. Y a ellos les recibió la vida con un sinfín de sorpresas más.
Años más tarde, los dos hermanos se abrazaban muy fuerte y con lágrimas tristes en la puerta del mismo hospital donde vieron la luz del mundo por primera vez. La mujer que les había dado la vida y que les había enseñado a vivirla se apagaba por momentos. Y ninguno de los dos podía hacer nada por ella. No eran necesarias las palabras porque los dos habían sabido siempre lo que pensaba el otro mucho antes de que pudiera decirlo. Pero a los dos se les había agarrado al estómago un dolor punzante que tenía la forma de un signo de interrogación. Por eso fue irremediable que de pronto uno de ellos preguntara:
– Hermanito, ¿tú crees que hay vida después de la muerte?